¿Existe
el infierno? Y si es así, ¿en qué consiste? ¿Revela la Biblia algún detalle
sobre él?
Para responder a estas preguntas, debemos tener en cuenta que sobre este
tema (así como en otros) la mentalidad bíblica fue evolucionando. En los
primeros tiempos, los israelitas no se preguntaban mucho qué ocurría después de
la muerte. Simplemente creían que todos los hombres, buenos y malos, justos e
injustos, al morir bajaban a una inmensa habitación oscura y silenciosa llamada
SHEOL, donde llevaban una vida
debilitada y somnolienta. Así, por ejemplo, vemos que tres personajes malvados
llamados CORÉ, DATÁN Y ABIRÓN, que
se sublevaron contra Moisés, murieron y bajaron al SHEOL (Núm 16, 28-30). Y alguien tan venerado como el PATRIARCA JACOB (Gn 37, 35), o el
piadoso REY EZEQUÍAS (Is 38, 10),
también al morir terminan yendo al SHEOL.
Job mismo dice: “Sé que al morir me iré al lugar
donde se reúnen todos los mortales” (Jb 30, 23).
Para la mentalidad primitiva, no había diferencia en el destino final de
los hombres. Todos, buenos y malos, iban a parar al mismo lugar. Con el paso
del tiempo se empezó a ver lo errado de esta manera de pensar. No era posible
que tuvieran un final semejante los que habían llevado una vida buena y los que
habían tenido una vida de pecado. Así, alrededor del año 200 a.C., los judíos
dejaron de creer en el SHEOL como
único final para todos, y comenzaron a enseñar que en el otro mundo había dos habitaciones distintas, una
para los justos y otra para los pecadores. Y que allí los pecadores serían
atormentados con castigos. El primer libro de la Biblia que afirma esto es el
de Daniel, escrito alrededor del año 165 a.C. Ahí leemos: “Muchos de los que duermen en el
polvo de la tierra se despertarán; unos para la vida eterna, y otros para la
vergüenza y el horror eternos” (Dn 12, 2-3).
Esta es la primera vez que el Antiguo Testamento menciona lo que
nosotros después llamaremos “INFIERNO”.
Aquí se lo denomina “vergüenza y horror
eternos”, pero no explica en qué consiste. Lo único que queda en claro es
que se trata de un destino diferente al de los buenos. La segunda vez que se
habla del infierno es en el
libro de la Sabiduría, escrito alrededor del año 50 a.C: “Los pecadores recibirán el
castigo que sus pensamientos merecen, por despreciar al justo y apartarse de
Dios” (Sab 3, 10). Son las dos únicas menciones del infierno en todo el
Antiguo Testamento. Pero ninguna explica qué es. Cuando Jesús empezó a predicar, la originalidad de su mensaje fue que él
hablaba en sus discursos exclusivamente de la salvación, no de “salvación y condenación”. Por eso llamó
a su mensaje Buena Noticia. Basta comparar una frase suya con la de Juan
Bautista, para darnos cuenta. Mientras Juan anunciaba: “Conviértanse, porque el Reino de
los cielos está cerca. El hacha ya está puesta en la raíz del árbol, y el que
no dé fruto será cortado y arrojado al fuego” (Mt 3, 2. 10), Jesús sólo
decía: “Conviértanse, porque el Reino de
los cielos está cerca” (Mt 4, 17). Lo mismo vemos cuando Jesús fue a
predicar a la sinagoga de Nazaret. Leyó un largo pasaje del profeta Isaías,
pero al llegar a la última parte, donde Isaías anunciaba “un día de venganza” contra la gente, Jesús se detuvo y lo cortó
(Lc 4, 16-19). Y Lucas comenta que todos se admiraban de las palabras “llenas de gracia” que salían de su
boca.
Sus parábolas sobre el perdón (como la del hijo pródigo, el fariseo y el
publicano, la oveja perdida), y su actitud de misericordia hacia los pecadores
más despreciables (la adúltera, la prostituta, los cobradores de impuestos)
muestran hasta dónde la salvación era el único objeto de su prédica. Se lo dice
claramente a Nicodemo: “Dios no ha enviado a su Hijo a condenar al
mundo, sino a salvarlo” (Jn 3, 17). Y también a los jefes judíos: “No
he venido a condenar al mundo, sino a salvarlo” (Jn 12, 47). Sin
embargo, en algunas enseñanzas Jesús admite la posibilidad de una condena
eterna. Lo hace, por ejemplo, cuando habla de “perder la vida” (Mc 8,
35), “perder
el alma y el cuerpo” (Mt 10, 28), “no ser conocido” (Mt 7, 23), “ser
apartado” (Mt 7, 23), “ser echado afuera” (Lc 13, 28). Con
estas expresiones Jesús presenta la condena eterna, o sea, el infierno, como una exclusión
del ámbito de Dios, como un no permitirle al hombre unirse a Dios en el más
allá. Por lo tanto, para Jesús el infierno
es simplemente la ausencia de Dios. Pero además de estas expresiones, en otras
palabras de Jesús encontramos cuatro imágenes que describen de alguna manera
cómo es el infierno. Estas
son: a) fuego que no se apaga; b)
gusanos que no mueren; c) tinieblas exteriores; y d) llanto y rechinar de
dientes.
El elemento más característico del infierno
es el fuego. El Nuevo
Testamento lo menciona de seis maneras distintas: “fuego
que no se apaga” (Mc 9, 48), “fuego eterno” (Mt 25, 41), “horno
de fuego” (Mt 13, 42), “fuego ardiente” (Heb 10, 27), “lago
de fuego y azufre” (Apoc 19, 20), “Gehena de fuego” (Mt 5, 22), y “llama
que atormenta” (Lc 16, 25). Los teólogos han discutido durante siglos
sobre la realidad de este fuego, pero hoy sabemos que se trata simplemente de
un símbolo, de un lenguaje figurado, del mismo modo que es simbólica la frase
de Jesús cuando nos dice que debemos arrancarnos un ojo o cortarnos la mano si
ellos nos hacen pecar (Mt 5, 27-30). Nos podemos preguntar entonces, ¿Por
qué el Nuevo Testamento emplea el símbolo del fuego para explicar los
sufrimientos del infierno? Algunos piensan que es porque, de los
dolores físicos que experimentamos en la vida diaria, uno de los peores es el
de la quemadura. Por lo tanto, la posibilidad de arder eternamente en el infierno
representa un castigo absolutamente terrible.
Sin embargo, para la mentalidad judía, el fuego ardiente estaba
asociado, más que a la idea de un dolor grande, al lugar donde iba a parar la
basura, aquello que ya no sirve, el desperdicio. Por eso Jesús dice que el
árbol que no da fruto es “arrojado al fuego” (Mt 7, 19); y
que la cizaña inservible “es quemada” (Mt 13, 30). Por lo
tanto, decir que alguien va a ser quemado equivale simplemente a decir que es
un inútil, que no sirve para nada. No que va a sufrir mucho. Por eso, ante el
abuso de muchos cristianos que se habían esmerado en describir con detalles el
fuego del infierno, el Papa
Juan Pablo II aclaró, en una catequesis pronunciada el 28 de julio de 1999, que
se trata de “imágenes que expresan la completa frustración y vaciedad de una vida
sin Dios”. De esta manera, Juan Pablo II se convertía en el primer papa
que eliminaba el “fuego” del infierno.
El segundo elemento mencionado por Jesús sobre el infierno es el “gusano que no muere”. Sólo lo trae
Marcos (Mc 9, 48). ¿Qué significado tiene? Para la Biblia, la presencia del gusano
alude (igual que el fuego) a lo inservible
e inútil. Lo menciona en el maná
podrido (Éx 16, 20), en los enfermos
pestilentes (2Mac 9, 9; Hech 12, 23), en los cadáveres (Is 14, 11; 66, 24). Por lo tanto, afirmar que en
el infierno hay “gusanos
que no mueren” significa que la situación de los que se condenan es
como la de un cadáver descompuesto o la de un montón de basura inútil. El
tercer elemento del infierno
es el de las “tinieblas exteriores”. Sólo lo cita Mateo (8, 12; 22, 13; 25,
30).
¿Por qué emplea esta figura? Los judíos imaginaban la salvación eterna
como un gran banquete, espléndidamente iluminado. Era lógico, pues, que
imaginaran el infierno como lo contrario, es decir, como “tinieblas que quedaban afuera”
de ese banquete. Las tinieblas simbolizan simplemente la no participación en la
fiesta final.
El cuarto elemento es el “llanto y rechinar de dientes”. Lo
mencionan Mateo (Mt 8, 12) y Lucas (13, 28). El rechinar de dientes en la
Biblia aparece siempre como ejemplo de rabia y de odio (Job 16, 9; Sal 35, 16;
Hech 7, 54). Unida al llanto, la frase completa quiere expresar el dolor y la
desesperación de los que quedan excluidos de la salvación.
Ariel Alvarez Valdés
Biblista