Desde el principio del cristianismo, la Eucaristía es la fuente, el
centro y el culmen de toda la vida de la Iglesia. Como memorial de la pasión y
de la resurrección de Cristo Salvador, como sacrificio de la Nueva Alianza,
como cena que anticipa y prepara el banquete celestial, como signo y causa de
la unidad de la Iglesia, como actualización perenne del Misterio pascual, como
Pan de vida eterna y Cáliz de salvación, la celebración de la Eucaristía es el
centro indudable del cristianismo. Normalmente, la Misa al principio se celebraba sólo el domingo, pero ya
en los siglos III y IV se generaliza la Misa diaria. La devoción antigua a la
Eucaristía lleva en algunos momentos y lugares a celebrarla en un solo día
varias veces. San León III, celebra con frecuencia siete y aún nueve en un
mismo día. Varios concilios moderan y prohíben estas prácticas excesivas.
Alejandro II, prescribe una Misa diaria: «muy feliz ha de considerarse el que pueda
celebrar dignamente una sola Misa» cada día.
En los siglos primeros, a causa de las persecuciones y al no haber
templos, la conservación de las especies eucarísticas se hace normalmente en
forma privada, y tiene por fin la comunión de los enfermos, presos y ausentes.
Esta reserva de la Eucaristía, al cesar las persecuciones, va tomando formas externas
cada vez más solemnes. Las Constituciones apostólicas -hacia el 400- disponen
ya que, después de distribuir la comunión, las especies sean llevadas a un
SACRARIUM. El sínodo de Verdun, del siglo VI, manda guardar la Eucaristía «en
un lugar eminente y honesto, y si los recursos lo permiten, debe tener una
lámpara permanentemente encendida».
Por otra parte, la elevación de la hostia, y más tarde del cáliz,
después de la consagración, suscita también la adoración interior y exterior de
los fieles. Hacia el 1210 la prescribe el obispo de París, antes de esa fecha
es practicada entre los cistercienses, y a fines del siglo XIII es común en
todo el Occidente. En nuestro siglo, en 1906, San Pío X, «el papa de la Eucaristía», concede
indulgencias a quien mire piadosamente la hostia elevada, diciendo
«Señor mío y Dios mío»
La adoración de Cristo en la misma celebración del Sacrificio
eucarístico es vivida, como hemos dicho, desde el principio. Y la adoración de
la Presencia real fuera de la Misa irá configurándose como devoción propia a
partir del siglo IX, con ocasión de las controversias eucarísticas. Conflictos
teológicos análogos se producen en el siglo XI. La Iglesia reacciona con
prontitud y fuerza unánime contra el simbolismo eucarístico de Berengario de
Tours. Su doctrina es impugnada por teólogos como Anselmo de Laón o Guillermo de Champeaux, y es inmediatamente condenada por un
buen número de Sínodos (Roma, Vercelli, París, Tours), y sobre todo por los
Concilios Romanos de 1059 y de 1079.
En efecto, el pan y el vino, una vez consagrados, se convierten «substancialmente
en la verdadera, propia y vivificante carne y sangre de Jesucristo, nuestro
Señor». Por eso en el Sacramento está presente TOTUS CHRISTUS, en alma
y cuerpo, como hombre y como Dios. Estas enérgicas afirmaciones de la fe van
acrecentando más y más en el pueblo la devoción a la Presencia real. A fines
del siglo IX, la REGULA SOLITARIUM establece que los ascetas reclusos, que
viven en lugar anexo a un templo, estén siempre por su devoción a la Eucaristía
en la presencia de Cristo.
En el siglo XI, Lanfranco, arzobispo de Canterbury, establece una
procesión con el Santísimo en el domingo de Ramos. En ese mismo siglo, durante
las controversias con Berengario, en los monasterios benedictinos de Bec y de
Cluny existe la costumbre de hacer genuflexión ante el Santísimo Sacramento y
de incensarlo. En el siglo XII, la Regla de los reclusos prescribe: «orientando
vuestro pensamiento hacia la sagrada Eucaristía, que se conserva en el altar
mayor, y vueltos hacia ella, adoradla diciendo de rodillas: "¡salve,
origen de nuestra creación!, ¡salve, precio de nuestra redención!, ¡salve,
viático de nuestra peregrinación!, ¡salve, premio esperado y deseado!"».
En todo caso, conviene recordar que «la devoción individual de ir a orar ante el
sagrario tiene un precedente histórico en el monumento del Jueves Santo a
partir del siglo XI, aunque ya el Sacramentario Gelasiano habla de la reserva
eucarística en este día... El monumento del Jueves Santo está en la prehistoria
de la práctica de ir a orar individualmente ante el sagrario, devoción que
empieza a generalizarse a principio del siglo XIII»
En aquellos tiempos, el ataque más fuerte contra el Sacramento del Altar
venía de parte de los cátaros. Empecinados en su dualismo doctrinal, rechazaban
precisamente la Eucaristía porque en ella está siempre en íntimo contacto el
mundo de lo divino, de lo espiritual, con el mundo de lo material, que, al ser
tenido por ellos como materia nefasta, debía ser despreciado. Por oportunismo,
conservaban un cierto rito de la fracción del pan, meramente conmemorativo.
Para ellos, el sacrificio mismo de Cristo no tenía ningún sentido.
Por otra parte, las decisiones del Concilio de Letrán, nos descubren los
abusos de que tuvo que ocuparse entonces la Iglesia. El llamado Anónimo de
Perusa es a este respecto de una claridad espantosa: sacerdotes que no
renovaban al tiempo debido las hostias consagradas, de forma que se las comían
los gusanos; o que dejaban a propósito caer a tierra el cuerpo y la sangre del
Señor, o metían el Sacramento en cualquier cuarto, y hasta lo dejaban colgado
en un árbol del jardín; al visitar a los enfermos, se dejaban allí la píxide y
se iban a la taberna; daban la comunión a los pecadores públicos y se la
negaban a gentes de buena fama; celebraban la santa Misa llevando una vida de
escándalo público.
Frente a tales degradaciones, se producen en esta época grandes avances
de la devoción eucarística. Entre otros muchos, podemos considerar el
testimonio impresionante de san Francisco de Asís. Poco antes de morir, en su
Testamento, pide a todos sus hermanos que participen siempre de la inmensa
veneración que él profesa hacia la Eucaristía y los sacerdotes:
«Y lo
hago por este motivo: porque en este siglo nada veo corporalmente del mismo
altísimo Hijo de Dios, sino su santísimo cuerpo y su santísima sangre, que
ellos reciben y sólo ellos administran a los demás. Y quiero que estos santísimos
misterios sean honrados y venerados por encima de todo y colocados en lugares
preciosos»
Esta devoción eucarística, tan fuerte en el mundo franciscano, también
marca una huella muy profunda, que dura hasta nuestros días, en la
espiritualidad de las clarisas. En la Vida de santa Clara, escrita muy pronto
por el franciscano Tomás de Celano, se refiere un precioso milagro eucarístico.
Asediada la ciudad de Asís por un ejército invasor de sarracenos, son éstos
puestos en fuga en el convento de San Damián por la virgen Clara:
«Ésta,
impávido el corazón, manda, pese a estar enferma, que la conduzcan a la puerta
y la coloquen frente a los enemigos, llevando ante sí la cápsula de plata,
encerrada en una caja de marfil, donde se guarda con suma devoción el Cuerpo
del Santo de los Santos». De la misma cajita le asegura la voz del Señor: "yo
siempre os defenderé", y los enemigos, llenos de pánico, se dispersan»
La iconografía tradicional representa a Santa Clara de Asís con una custodia en
la mano.
A partir del año 1208, el Señor se aparece a santa Juliana, primera
abadesa agustina de Mont-Cornillon, junto a Lieja. Esta religiosa es una
enamorada de la Eucaristía, que, incluso físicamente, encuentra en el pan del
cielo su único alimento. El Señor inspira a santa Juliana la institución de una
fiesta litúrgica en honor del Santísimo Sacramento. Bajo el influjo de estas
visiones, el obispo de Lieja, Roberto de Thourotte, instituye en 1246 la fiesta
del Corpus. Hugo de Saint-Cher, dominico, cardenal legado para Alemania,
extiende la fiesta a todo el territorio de su legación. Y poco después, en
1264, el papa Urbano IV, antiguo arcediano de Lieja, que tiene en gran estima a
la santa abadesa Juliana, extiende esta solemnidad litúrgica a toda la Iglesia
latina mediante la bula Transiturus. El concilio de Vienne, finalmente, en
1314, renueva la bula de Urbano IV. Diócesis y órdenes religiosas aceptan la
fiesta del Corpus, y ya para 1324 es celebrada en todo el mundo cristiano.