PROGRAMA Nº 1164 | 27.03.2024

Primera Hora Segunda Hora

¿PROHIBIÓ JESÚS EL DIVORCIO? Segunda parte

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En ese contexto jurídico y social, era evidente que si un hombre se divorciaba de su mujer y la despedía del hogar, la dejaba totalmente desprotegida. Difícilmente otro hombre querría desposar a una repudiada. Ella debía regresar a la casa de sus padres, los cuales muchas veces eran ancianos (si no habían muerto) y ya no podían mantenerla. Quedaba así forzada a vivir de la caridad pública, en una situación de total precariedad, indefensión económica y desamparo social. En algunos casos, la única salida era la prostitución. Resultaba tan degradante que el profeta Isaías menciona a la mujer repudiada como ejemplo del sufrimiento más grande en Israel (Is 54,6). Y el profeta Malaquías, para mitigarlo, llega a decir que Dios “odia al que se divorcia de su mujer” (Mal 2,16). Aún así, si un hombre ya no deseaba vivir con su esposa y quería divorciarse, podía hacerlo sin demasiadas contemplaciones. Por eso Jesús, al prohibir el divorcio, lo que hizo fue ponerse de parte del más débil, del más expuesto y amenazado socialmente: la mujer.

Sin embargo, vemos con sorpresa cómo esta “orden terminante” de Jesús fue más tarde suavizada por los autores bíblicos y adaptada a las diversas circunstancias que les tocaron vivir, de manera que en el Nuevo Testamento la encontramos en cuatro versiones diferentes. El texto más antiguo está en la 1º Carta a los Corintios, de san Pablo, y dice: “A los casados, no les ordeno yo sino el Señor: que la esposa no se separe de su marido. Si se separa, que no vuelva a casarse, o que se reconcilie con su esposo. Y que tampoco el marido despida a su mujer” (1 Cor 7,10-11). Hasta aquí, Pablo repite lo que dijo Jesús. Pero a continuación agrega: “Si el cónyuge es no creyente y quiere separarse, entonces que se separe; en ese caso el cónyuge creyente no está ligado; porque el Señor los llamó para vivir en paz” (1 Cor 7,15). Vemos que aquí Pablo permite una excepción. Porque él constataba que en sus comunidades, cuando un pagano se convertía al cristianismo, no siempre era acompañado por su cónyuge, lo cual generaba tensiones y roces. Al ver esto, permitió la separación en sus comunidades alegando una razón importante: que pudieran “vivir en paz”. O sea que Pablo, apenas veinte años después de la muerte de Jesús, ya adaptó la enseñanza original a la situación misional que le tocaba vivir.

Décadas más tarde, Mateo presenta una segunda versión de la norma. Según él, Jesús habría dicho a los fariseos: “Moisés les permitió divorciarse de sus mujeres; pero yo les digo que el que se divorcia de su mujer, excepto en caso de inmoralidad sexual, y se casa con otra, comete adulterio” (Mt 19,8-9). Para Mateo, Jesús permite una segunda excepción: en caso de “inmoralidad sexual”. Cuando esto ocurre, el hombre puede divorciarse y volver a casarse. En realidad, no fue Jesús quien introdujo esa excepción sino el mismo Mateo. ¿Por qué? Porque la inmoralidad sexual, en la comunidad donde él vivía, era un tema muy grave y urticante que generaba serias dificultades en la convivencia matrimonial. Por lo tanto, para evitar males mayores y salvaguardar la paz de las conciencias, Mateo autorizó, en esas circunstancias, la disolución del vínculo.

¿A qué “inmoralidad sexual” se refería? Es difícil saberlo. La palabra griega que emplea (pornéia) es un término genérico que puede designar distintos desórdenes: adulterio, incesto, prostitución, vida disipada, flirteo con otro hombre. Por eso las Biblias no se ponen de acuerdo y ofrecen distintas traducciones. Pero sea cual fuere su significado, lo interesante es que Mateo permitió una excepción a la indisolubilidad matrimonial señalada por Jesús. En el Evangelio de Marcos descubrimos una tercera enseñanza diferente sobre el divorcio. Según éste, en su discusión con los fariseos Jesús dijo que el hombre no debe divorciarse de su mujer (Mc 10,9); y cuando sus discípulos le pidieron una explicación, les aclaró: “Quien se divorcia de su mujer y se casa con otra comete adulterio contra aquella; y si ella se divorcia de su marido y se casa con otro, comete adulterio” (Mc 10,11-12).

Tenemos aquí una nueva sorpresa. Según Marcos, lo que ahora Jesús prohíbe no es el divorcio, sino volver a casarse. Mientras Mateo decía que Jesús condenaba la separación en sí, debido a la desprotección en la que quedaba la mujer, Marcos no prohíbe que el hombre se separe. Puede separarse. Lo que no puede hacer es casarse otra vez. Esto se debe a que Marcos escribe para los cristianos de Roma; y allí la mujer gozaba de una autonomía social superior y podía contar con medios propios de supervivencia, de manera que la simple separación de su marido no la afectaba en su dignidad. Por eso un cristiano de su comunidad, si andaba mal con su mujer, podía divorciarse y seguir considerándose cristiano. Pero no podía tomar una segunda mujer. Esta no fue la única adaptación que hizo Marcos. También dice que Jesús prohibió que “la mujer se divorciara de su marido”. Eso jamás podía haberlo dicho Jesús. Él enseñó en Palestina, y ante un auditorio judío. Y según la ley judía, la mujer no podía divorciarse. ¿Qué sentido tiene prohibir algo que no se puede hacer? Pero como Marcos escribió en Roma, donde la ley sí otorgaba a la mujer el derecho al divorcio, extendió la prohibición de Jesús también a ella, para que quedara en claro que, aunque la ley civil lo autorizaba, Jesús no lo consentía.

Finalmente, en el Evangelio de Lucas hallamos la última versión sobre el divorcio (que también aparece en un segundo texto de Mateo: 5,32). Para Lucas, Jesús enseñó: “Todo el que se divorcia de su mujer y se casa con otra, comete adulterio; y el que se casa con una divorciada por su marido, comete adulterio” (Lc 16,18). Según este dicho, Jesús no sólo prohibió a un divorciado volver a casarse, sino también a un soltero casarse con una divorciada. ¿Por qué Lucas asumió esta postura? Porque en el Antiguo Testamento los sacerdotes, debido a que eran hombres especialmente consagrados a Dios, no podían casarse con una divorciada, cosa que sí podían hacer los demás judíos (Lv 21,7). Al parecer, Lucas quiso extender este particular estilo de vida a todos los cristianos de su comunidad, para decir que también ellos eran consagrados a Dios, y por lo tanto sus vidas debían ser especiales y preservadas de cuanto pudiera deshonrarlas.

Vemos pues que, si bien Jesús prohibió el divorcio, su norma fue más tarde adaptada por los autores bíblicos según las necesidades de cada comunidad, de manera que hoy tenemos diferentes versiones de ella: a) según Pablo, Jesús permitió el divorcio si un cónyuge se convertía al cristianismo y el otro no; b) según Mateo, Jesús permitió el divorcio en caso de inmoralidad; c) según Marcos, lo que prohibió fue que un divorciado se volviera a casar; d) y según Lucas, prohibió incluso que un soltero se casara con una divorciada.

También la tradición de la Iglesia se mantuvo indecisa en cuanto al modo de aplicar ese mandato de Jesús. Mientras en los siglos III al VI algunos Santos Padres orientales rechazaron absolutamente el divorcio, otros lo aceptaron en caso de adulterio; por ejemplo Orígenes († 255), Basilio Magno († 379), Gregorio Nacianceno († 390), Epifanio († 403), Juan Crisóstomo († 404), Cirilo de Alejandría († 444), Teodoreto de Ciro († 466) y Víctor de Antioquía (s.V). También muchos escritores eclesiásticos latinos de los siglos III al VIII aceptaron el divorcio en casos extremos, como Tertuliano († 220), Lactancio († 325), Hilario de Poitiers († 367), el Ambrosiaster (s.IV), Cromacio († 407), Avito († 530) y Beda el Venerable († 735). Además, varios Concilios aceptaron y regularon el divorcio, como el de Arlés (año 314), el de Agde (año 506), el de Verberie (año 752) y el de Compiègne (año 757). El de Verberie establecía: “Si una mujer intenta dar muerte a su marido, y éste lo puede probar, puede divorciarse de ella y tomar otra”. Y el de Compiègne decía: “Si un enfermo de lepra lo permite, su mujer puede casarse con otro”. Hasta hubo Papas que autorizaron el divorcio y nuevo casamiento, como Inocencio I (siglo V), quien lo permitía ante el adulterio de la mujer; y san Gregorio II (siglo VIII), que lo consentía si la esposa estaba enferma.

Sólo a fines del siglo XII, con el papa Alejandro III, se estableció de manera definitiva la postura actual de la Iglesia católica, que prohíbe absolutamente el divorcio y nuevo casamiento. Es decir que ni la Biblia, ni la tradición, ni los primeros mil años de historia cristiana respaldan la doctrina de que el matrimonio debe ser “hasta que la muerte los separe”. Jesús prohibió el divorcio. Y tenía una buena razón. En su tiempo el matrimonio era un acuerdo social, establecido por los padres, cuyo móvil era la conveniencia mutua y no el amor; y en caso de romperse el pacto, la mujer quedaba socialmente indefensa y expuesta a una vida inhumana. Por eso asumió la defensa del más débil y condenó la separación.

Hoy la Iglesia debe preguntarse: ¿aquella prohibición sigue teniendo vigencia? ¿Es aplicable al matrimonio moderno? Ciertamente no. Primero, porque en la sociedad actual la mujer puede ganarse la vida sola, sin necesidad del varón. Segundo, porque el “móvil” que hoy lleva a dos personas a casarse es el amor; y si éste fracasa, no se les puede prohibir volver a buscarlo. En tiempos de Jesús no podía decirse que el amor se acababa, porque no había sido el móvil del matrimonio; por eso no era motivo para el divorcio.

Es decir que hoy, habiendo desaparecido las dos razones por las que Jesús prohibió el divorcio, aquella orden ya no tiene vigencia. ¿Qué debería hacer la Iglesia? Lo mismo que hizo Jesús: ponerse de parte del más débil. Y el más débil es el que se separa. Cuando un hombre se divorcia suele quedar lastimado, inseguro, con problemas económicos, añorando a sus hijos, con los que no volverá a tener una relación natural. Por su parte, la mujer muchas veces se siente abandonada, triste, sola y con dificultades para volver a creer en el amor. ¿Qué tiene de bueno el divorcio? Nada.

Todo divorcio es una masacre emocional, el fin de una ilusión, la brutal ruptura de un proyecto que se creía para siempre. Por eso sólo la persona que llega a una situación insostenible lo concreta. Y por eso la Iglesia, en vez de castigarla, debería cuidarla más que a los felizmente casados, abrirles las puertas de la comprensión, de los sacramentos, y la incorporación a sus instituciones.

Uno de los encuentros más grandiosos de la vida de Jesús fue con una mujer cinco veces divorciada, que además vivía en concubinato: la samaritana (Jn 4). ¿Hoy Jesús le negaría un encuentro de comunión a un divorciado vuelto a casar? Si Pablo, Marcos, Mateo y Lucas supieron traducir su mensaje sobre el divorcio a un contexto cultural diferente, sería bueno que la Iglesia hoy también lo hiciera. Que vuelva al Evangelio y no separe lo que Dios ha unido: el hombre con Jesús.

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