PROGRAMA Nº 1168 | 24.04.2024

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¿PROHIBIÓ JESÚS EL DIVORCIO? Primera Parte

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Muchos se preguntan por qué Jesús adoptó una posición rígida con respecto al matrimonio y no comprendió que a veces las relaciones fracasan. Pablo y los evangelistas tradujeron su mensaje a un contexto cultural diferente. ¿Qué puede hacer la Iglesia hoy? Un día se le acercaron a Jesús los fariseos y le preguntaron en qué casos podía el hombre divorciarse de su mujer. Jesús les respondió que nunca, porque el hombre no puede separar lo que Dios ha unido. Los discípulos reaccionaron molestos, y replicaron que si ésa era la situación del casado respecto de su mujer, mejor era no casarse. Pero Jesús añadió que, aunque ellos no lo entendieran, ésa era una exigencia fundamental para entrar en el Reino de Dios (Mt 19,1-12).

Después de dos mil años, esta frase de Jesús sigue siendo la base en la que se asienta la doctrina matrimonial de muchas Iglesias cristianas, que prohíben a sus miembros divorciarse y volverse a casar bajo pena de negarles la comunión. Pero ¿por qué Jesús asumió una postura tan rígida frente al matrimonio? ¿Acaso el maestro bueno y  comprensivo no se dio cuenta de que a veces las relaciones de las parejas fracasan, y que muchos tienen necesidad de rehacer sus vidas y volver a amar? ¿O es éste el único tropiezo del que un cristiano no puede levantarse y recomenzar? Para descifrar el enigma, debemos examinar cómo se practicaba el divorcio en los tiempos de Jesús.

Según la Biblia todo judío, si quería, podía divorciarse de su mujer. Era un derecho otorgado por Moisés mediante una ley que decía: “Si un hombre se casa con una mujer, y después descubre en ella algo que no le agrada, le escribirá un acta de divorcio, se la entregará y la despedirá de su casa” (Dt 24,1).

La norma era clara. Bastaba que el hombre redactara un escrito y se lo diera a su mujer. Lo que no estaba claro era qué motivo autorizaba al hombre a divorciarse. Porque la ley decía que tenía que haber “algo” que no le agradara. Pero ¿qué era ese algo? Como Moisés no lo había aclarado, los judíos posteriores durante siglos trataron de entender a qué se refería. Lamentablemente no se pusieron de acuerdo, y se formaron dos escuelas. La más flexible, del rabino Hillel, lo interpretaba en sentido amplio: ese “algo” podía ser cualquier cosa: que la mujer quemara la comida, no se atara el cabello, gritara en la casa o tuviera mal carácter; incluso en el siglo II el rabino Aquiba decía que si el hombre encontraba otra mujer más linda, ya había “algo” que le desagradaba en la suya y podía divorciarse.

La segunda escuela, del rabino Shammai, era más estricta: sostenía que un hombre sólo podía divorciarse por una causa gravísima: el adulterio de su mujer. Ningún otro motivo lo autorizaba. En tiempos de Jesús el tema no estaba resuelto, de modo que unos seguían las directivas de Hillel y otros las de Shammai. Ésta es la razón por la que los fariseos interrogaron a Jesús sobre el tema del divorcio. Querían saber a cuál de las dos escuelas se adhería. Pero Jesús los sorprendió con su respuesta: a ninguna. Para él, el hombre no puede divorciarse jamás bajo ninguna causa, sea leve o grave. Lo primero que debemos preguntarnos es si las palabras de Jesús constituían una verdadera ley, es decir, una norma obligatoria para todos los hombres, o era sólo una invitación, una sugerencia ideal para quienes pudieran y quisieran cumplirla. Algunos biblistas, impresionados por la dureza de estas palabras, creen que se trataba sólo de un consejo, no de un precepto obligatorio que todos debían observar. Pero el Nuevo Testamento da a entender otra cosa, ya que san Pablo, cuando habla de la prohibición del divorcio, dice claramente que es una “orden del Señor” (1 Cor 7,10).

¿Por qué Jesús se puso tan firme? Es que en aquel tiempo, el matrimonio se celebraba a edad temprana: 13 años para las niñas y 17 para los varones. Los rabinos enseñaban: “Dios maldice al hombre que a los 20 años aún no ha formado una familia. Esto hacía que las parejas no se casaran por amor, sino que sus padres arreglaran el matrimonio (Ex 22,15-16). Así, en la Biblia vemos cómo Abraham manda a su mayordomo a buscar esposa para Isaac (Gn 24,1-53), Agar elige la mujer para Ismael (Gn 21,21), Judá decide con quién se casará su hijo Er (Gn 38,6), el militar Caleb dispone quién será el marido de Aksá (Jos 15,16), y el rey Saúl hace lo mismo con Merab (1 Sm 18,17). El casamiento en Israel, pues, no era una alianza de amor sino un acuerdo social: el hombre necesitaba tener hijos y la mujer necesitaba quien la mantuviera. Se trataba de un convenio con beneficios para ambas partes. Eso no significa que necesariamente no hubiera amor en las parejas; con el tiempo muchas llegaban a amarse.

No era un arreglo social ecuánime porque la mujer se hallaba en inferioridad de condiciones respecto del varón. Ella era considerada una “pertenencia”, una “propiedad” de su marido, al mismo nivel que su buey o su asno (Ex 20,17; Dt 5,21), y éste gozaba de diferentes derechos. Así, el marido podía acostarse con otra mujer y no cometía adulterio (Ex 21,10); pero si la mujer lo hacía, incurría en un grave delito; el marido podía divorciarse si quería, pero la mujer no tenía derecho a hacerlo (Dt 24,1). Él podía mandarla, dominarla y decidir por ella.

En ese contexto jurídico y social, era evidente que si un hombre se divorciaba de su mujer y la despedía del hogar, la dejaba totalmente desprotegida. Difícilmente otro hombre querría desposar a una repudiada. Ella debía regresar a la casa de sus padres, los cuales muchas veces eran ancianos (si no habían muerto) y ya no podían mantenerla. Quedaba así forzada a vivir de la caridad pública, en una situación de total precariedad, indefensión económica y desamparo social. En algunos casos, la única salida era la prostitución. Resultaba tan degradante que el profeta Isaías menciona a la mujer repudiada como  ejemplo del sufrimiento más grande en Israel (Is 54,6). Y el profeta Malaquías, para mitigarlo, llega a decir que Dios “odia al que se divorcia de su mujer” (Mal 2,16). Aún así, si un hombre ya no deseaba vivir con su esposa y quería divorciarse, podía hacerlo sin demasiadas contemplaciones. Por eso Jesús, al prohibir el divorcio, lo que hizo fue ponerse de parte del más débil, del más expuesto y amenazado socialmente: la mujer.

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