PROGRAMA Nº 1164 | 27.03.2024

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JUAN EL BAUTISTA Y SU PREDICACIÓN EN EL DESIERTO (Primera parte)

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Cuando Juan el Bautista salió a predicar, eligió un curioso lugar para instalar su ámbito académico: el desierto palestino. Realmente no podía haber buscado un sitio más inapropiado. ¿Cómo haría la gente para llegar hasta allí? ¿Y cómo podrían ubicarse más o menos cómodamente para escuchar sus sermones, entre las piedras, los insectos, la arena, el sol y las alimañas? ¿Y dónde encontrarían sanitarios, o un lugar para hacer un alto y tomar agua?

Pero a Juan no pareció haberle importado esos detalles. Y a la gente tampoco, porque dice el Evangelio que “acudían hasta él muchedumbres de toda la región de Judea, y todos los habitantes de Jerusalén, y se hacían bautizar por él confesando sus pecados” (Mc 1,5). Juan convirtió el desierto en un hervidero de gente, llegada de todas partes para escuchar su mensaje, confesar sus pecados y cambiar de vida. ¿Pero por qué eligió un lugar tan incómodo para dirigirse a su auditorio? En ese sentido Jesús fue más práctico: buscaba a las multitudes donde ellas se reunían naturalmente: en las plazas, las calles, el Templo, las sinagogas, o las casas de familia. No las obligaba a concurrir a ningún lugar penoso. En cambio Juan les complicaba la vida. ¿Qué razón poderosa tuvo para arrastrar al gentío hasta el desierto y hablarles allí?

Si averiguamos dónde exactamente predicaba Juan, quizás podamos resolver el misterio. El primer dato que nos da el Evangelio es que se había instalado “en el desierto” (Mc 1,3-4; Mt 11,7). Éste no era, como solemos imaginar, una planicie cubierta de arena y dunas en medio de la nada. La palabra hebrea midbar (que traducimos por “desierto”) indica un lugar deshabitado y sin cultivar, pero que podía tener vegetación, plantas, y hasta incluso un río.

¿Y cuál era concretamente ese desierto? Mateo lo señala: era “el desierto de Judea” (Mt 3,1). Una vasta región, situada al norte del mar Muerto, justo donde desemboca el río Jordán (Jue 1,16; Sal 63,1). Para nuestra mentalidad, puede resultar extraño que el valle de un río sea llamado “desierto”. Pero hay que tener en cuenta que ese último tramo del Jordán, antes de desembocar en el mar Muerto, es una zona donde no llueve casi nunca, el suelo es infértil, y ofrece al visitante un aspecto árido y desolado. Incluso Flavio Josefo, un historiador judío del siglo I que conocía muy bien la geografía de su país, dice que el río Jordán “serpentea a lo largo de un buen trecho de desierto”. O sea que para la Biblia, el terreno por donde el río Jordán transitaba sus últimos kilómetros se consideraba un “desierto”.

San Marcos confirma el dato cuando dice que la gente iba al desierto a escuchar a Juan “y se hacía bautizar por él en el río Jordán” (Mc 1,5). O sea que “desierto” y “río” eran dos realidades que estaban en el mismo escenario donde predicaba y bautizaba Juan.

¿Es posible precisar en qué parte bautizaba exactamente Juan? San Lucas da a entender que no tenía lugar fijo, porque afirma que iba “por toda la región del Jordán” (Lc 3,3). Pero el Cuarto Evangelio sí nos informa del sitio donde desarrollaba su actividad: “en Betania, al otro lado del Jordán” (Jn 1,28). El nombre de Betania significa “lugar de las barcas”, y se llamaba así por el movimiento de embarcaciones que había en la zona, ya que era uno de los sitios usados por la gente para cruzar de una orilla a la otra del río.

En tiempos de Jesús había dos Betania distintas, que no deben confundirse. Una, cerca del Monte de los Olivos, a 3 kilómetros de Jerusalén; allí se sitúa la casa del joven Lázaro, a quien Jesús resucitó después de cuatro días de muerto, y que vivía con sus hermanas Marta y María (Jn 11,1). La segunda Betania, donde bautizaba Juan, quedaba “al otro lado del Jordán” (Jn 1,28), y era un pequeño caserío (hoy conocido como Tell el-Medesh), ubicado no exactamente sobre el río sino sobre uno de sus brazos, el llamado Wadi Nimrín, 300 metros al este del Jordán, y 15 kilómetros al norte del mar Muerto, justo a la altura de Jericó. Había allí abundante agua debido a sus anchos cauces, y era una zona amplia y despejada donde Juan podía practicar tranquilamente sus abluciones. A esta Betania huyó Jesús un día, cuando tuvo un incidente con los judíos de Jerusalén y quisieron matarlo a pedradas; “entonces Jesús se fue de nuevo al otro lado del Jordán, al lugar donde había estado antes Juan bautizando, y allí se quedó” (Jn 10,40).

Es probable que Juan no permaneciera siempre en el mismo sitio. A veces tendría que trasladarse a algún otro lado, sobre todo en épocas de crecida y desborde del río, que anegaba las zonas aledañas a Betania. En cierto momento, cuado vio que su vida corría peligro porque el gobernador Herodes Antipas lo buscaba para apresarlo, debió trasladarse a otra localidad, una tal Ainón (Jn 3,22), ciudad de la Decápolis, unos 60 kilómetros más al norte, siempre en la orilla oriental del Jordán.

Pero su actividad principal estuvo centrada en Betania. De hecho el Cuarto evangelio dice que en Betania era donde Juan “estaba” bautizando (Jn 1,28). El verbo en pretérito imperfecto indica una acción estable en un lugar. Por lo tanto Betania fue su centro de operaciones, y el sitio donde más tiempo permaneció.

El sitio elegido por Juan para bautizar era muy apropiado, porque allí  podía encontrar un gran público. Por ese lugar pasaba la antigua carretera comercial que, partiendo de Jerusalén (en el oeste), llegaba a Jericó, luego atravesaba el río, y continuaba hacia el este del Jordán. Por lo tanto, diariamente llegaba al lugar un gran número de viajeros y comerciantes, con sus productos y mercancías, que buscaban cruzar el río a través de sus vados o en balsas. Juan entonces aprovechaba el nutrido tráfico de negociantes ricos, para apelar a sus conciencias e invitarlos a la solidaridad (Lc 3,10-11). También allí, por ser el límite internacional del país, había cobradores de impuestos y aduanas, a los que Juan aconsejaba no exigir dinero de más (Lc 3,12-13). Y no faltaban los soldados que vigilaban la frontera, a quienes los exhortaba a no enriquecerse ilícitamente en sus acciones militares (Lc 3,14-15).

Muchos judíos que pasaban por la zona no querían escucharlo, diciendo que ellos, por ser descendientes de Abraham, es decir judíos, ya estaban salvados. Pero Juan, señalando las piedras que había alrededor, les contestaba: “Raza de víboras, conviértanse. No anden diciendo: ‘Somos hijos de Abraham’, porque les aseguro que Dios puede sacar de estas piedras hijos de Abraham” (Lc 3,7-9). Ni siquiera el propio gobernador de la región se salvó de las críticas del Bautista. Un día en que lo vio pasar por allí con su pomposa caravana, camino al palacio de vacaciones de Maqueronte, le censuró públicamente su indecente matrimonio con la mujer de su hermano (Lc 3,19-20).

Pero entonces, ¿Juan eligió ese lugar por las posibilidades que allí tenía de llegar a un amplio público? Ciertamente que no. Si se hubiera tratado sólo de eso, podía haberse instalado en la orilla occidental del río, donde además de predicar habría estado más protegido de la hostilidad de Herodes Antipas, y habría podido salvar su vida. Además, del lado occidental del río habría encontrado más gente a la cual dirigir su mensaje: ya sea en los atrios del Templo, en las calles de Jerusalén, o en las plazas de cualquier ciudad de Palestina. O sea que Juan no se instaló al este del Jordán por el numeroso público que había.

¿Fue entonces por las abundantes aguas de la zona? Tampoco. De haber sido ése su interés, el lago de Galilea le habría resultado más propicio; o la misma Jerusalén; o incluso en Jericó podía haber hallado varios baños públicos donde la tarea de bautizar hubiera sido menos agotadora que el agobiante y caluroso desierto. ¿Cuál fue el motivo, entonces, que llevó a Juan a bautizar “en el desierto” y “más allá del Jordán”?

Fuente:
Artículo extractado de la revista “Vida Pastoral” de la Editorial san Pablo - Argentina

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